martes, 20 de diciembre de 2011

No nos han vencido

El colectivero ameniza el viaje con una radio local. En un momento, la voz del otro lado comenta que hoy es 20 de diciembre y se cumplen 10 años de los hechos lamentables del 2001. Un vecino le dice a su compañero de asiento: “viste, hoy hace 10 años que lo echaron a De La Rua”. Es en ese preciso instante dónde comienza el relato de lo que cada uno hacía por aquello días.

Uno “changueaba” para mantener la familia porque se había quedado sin trabajo. El otro tenía trabajo pero cobraba en bonos federales y era activo militante del día a día, no solo a fin de “parar la olla”, como se dice en la jerga, sino también para ayudar a otros que tenían menos aún. Recordé entonces, lo que me sucedió a mí en aquel entonces, cosa inevitable para cualquier argentino que haya sobrevivido a aquellas épocas.

Creo que hacía calor, pero eso no tiene importancia, ya que el día anterior me había dormido con la radio pegada a la oreja, escuchando los relatos de las noticias que a cada instante se sucedían. Antes de partir al trabajo llamé. Del otro lado, una voz desconcertada no me supo decir si debía o no ir a trabajar. Salí en la bici, como cada día.

La calle estaba desierta, ardiente y silenciosa, como si el ángel de la muerte hubiera recorrido las calles antes de mí. Entre el cansancio y la angustia que tenía, comencé a darme cuenta de que no eran momentos de lamentos, que algo había cambiado para siempre. Me sentía culpable por tener trabajo y cobrar en pesos, por trabajar para una multinacional y tener algo de comer en la mesa. Con mi hermana compramos un migón en una panadería e inventamos al menos cinco versiones de sándwiches con lo que pudimos encontrar. Esa fue nuestra cena de Navidad.

Llegué al trabajo. No me dio miedo la gente que ya se agolpaba en la vereda para ver que podían conseguir, me dio miedo la gran cantidad de uniformados y civiles armados dentro de las inmediaciones del supermercado. Miré al techo y vi más gente apuntando. Entré. Vi el piso reluciente y las góndolas llenas y me dieron ganas de llorar. Me dio bronca, impotencia, rabia. A las mujeres nos despacharon, a los hombres los hicieron levantar el cerco perimetral que el día anterior había sido volteado por los manifestantes.

Salí de nuevo, aliviada de ya no estar en ese lugar. En la calle encontré a mi padre, que venía en la camioneta del trabajo haciendo un reconocimiento de lo sucedido, que el día anterior seguimos por radio y televisión. Vimos gente levantando soja en granos de la calle con pala, ya que habían parado un camión que la traía y al parecer la habían volcado en la calle. Pasamos por un supermercado una esquina, donde parecía se había desarrollado una batalla campal y desigual entre cascotes y palos y cartuchos y balas.

En otro lugar de la ciudad, otro supermercado muy conocido cuyo saqueo se había trasmitido por los medios, parecía abandonado hacía muchos años y estaba completamente vacío. En algunos lugares aún perduraban los grupos de policías apostados en las puertas, en la calle todo movimiento parecía sospechoso. Ninguna cacerola paranaense acompañó la movida nacional la noche anterior, lo que reinaba era el miedo. Todo esto sin contar que en pocas horas más deberíamos lamentar una niña en el hospital, otra muerta y un joven desaparecido, quienes luego pasaron a engrosar la lista de víctimas de esos días. Eran Romina Iturain, Eloísa Paniagua y José Daniel Rodriguez.

Por aquellos días pensaba que era una privilegiada, porque había gente en peor situación que yo. Durante esto diez años, me costó recuperar la alegría de festejar la Navidad y diría que nunca recuperaré ese lugar que en mi interior significaba esa fecha. Tampoco supe de la esperanza hasta que vino Néstor, no supe de las certezas hasta que llegó Cristina, no supe de la política hasta que vi grupos y grupos de gurises entusiasmados con meterse en esa práctica que hasta entonces era considerada “una cosa sucia y mala” por el común de las personas.

Cuando creímos empezar a respirar vino el 2008 y pensé que íbamos a retroceder de nuevo, pero no me abatí. Me propuse salir a la calle, hablar, decir, no callar, como lo había hecho antes, vale decir. Hoy estamos viviendo un momento histórico, pero no menos intenso. Hoy nuestro gobernador puso en funciones a dos nuevos ministros, el de Educación y el de Cultura y Comunicación. Es el signo de la importancia que se atribuyen actualmente a estas áreas como ejes estratégicos para un futuro a largo plazo.

Como generaciones anteriores pusieron sus cuerpos y sus vidas ante el terrorismo de Estado, a nuestra generación le toca poner el cuerpo y el espíritu para que los sueños de ellos y los nuestros se concreten. Falta mucho por hacer. Respiremos y sigamos. “Y si, lo echaron porque era un desastre”, la voz me saca de mis pensamientos y me devuelve al colectivo. Según nuestro grado de involucramiento y compromiso, diremos lo renunció, lo echaron o lo echamos. Creo que tengo el solemne título de decir “lo echamos”, y agregar que por primera vez, no necesitamos de las botas para arreglar nuestros males. Por primera vez, dimos una lección de valentía y civismo al mundo, que hoy nos mira estupefactos. Como dice la gurisada: “a pesar de las balas y los fusilamientos, no nos han vencido”.