jueves, 19 de febrero de 2015

Militantes de la Inclusión

Este fin de semana, en un encuentro de escuelitas de básquet al que concurrí con mi hijo, un guiristo del equipo lloraba sin consuelo al lado de la cancha. En el precalentamiento, una pelota en la cabeza lo intimidó y quitó sus ganas de jugar partidos. Después de cuantiosas palabras de aliento de la mamá, que lo sostuvo de la mano, lo llevó y trajo, el aliento de papás y mamás, la seño y sus propios compañeritos, el jugador volvió a la cancha en el último partido.

Que satisfacción mostraba aquella carita, que sonrisa tan amplia. Esa alegría fue poco a poco transformándose en una actitud de pelea por la pelota, de corrida o de lanzamiento, de festejo con su equipo. De ser parte de un colectivo, de una comunidad que defiende una camiseta, la de su club, la de su barrio. Que importante es ese brazo que lo abrazó, esas manos que lo sostuvieron, esas palabras y miradas que no lo negaron, que lo alentaron y no renunciaron a incluirlo en el equipo a pesar de su negativa y su temor.

Todas esas personas, que semanalmente llevan los gurises al club, las que les dedican un tiempo para la enseñanza de la técnica y las reglas deportivas, los que acomodan las pelotas, los que bajan los aros para que ellos y ellas entrenen; todos ellos son los que posibilitan y construyen esa oportunidad. Es una construcción colectiva, donde no se podría tener una continuidad si la profe no viene a clases, si los padres no llevamos los chicos y colaboramos, si la dirigencia del club no apoya concretamente, si no existieran esos que están allí desinteresadamente todos los días aportando para su club, para su barrio.

Ese momento de zozobra del chico y la reacción de todos frente a esa situación me dio la pauta de lo importante que puede ser en el futuro de esa persona volver a la cancha. Porque ese simple volver a la cancha es demostrarse que puede vencer el miedo, que les preocupa a otros, que es tan importante como cualquiera de sus compañeros, que se puede tener dificultades y no es el fin. Estar en la cancha, estar adentro, es ser parte del grupo, es un abrazo contenedor que da confianza.

No hay crecimiento individual sin crecimiento colectivo, no hay buenos jugadores sin un buen equipo, no hay mejores valores que aprender a compartir, a competir en la cancha y saludarse sin rencores al terminar el partido, a ser rivales sin burlarse del que no sabe tirar al aro. Los profes colaboraban, en cada partido, para brindar iguales oportunidades de juego y hacer que las diferencias en el nivel de juego no se noten tanto. Para que todos entiendan que no es importante ganar a toda costa, sino que es importante jugar y que todos aprendan y participen, porque no se mejora el nivel de juego si no hay oponente digno.


Al final de la jornada hubo concurso de tiro al aro, entrega de premios, sorteos y agradecimientos. Allí, en un gran círculo que rodeaba a los gurises que se agruparon en filas por equipos estaban los militantes de la inclusión, los que gastan sus días y esfuerzos en prácticas de basket, en organizar torneos y en hacer que cada gurisito tenga la posibilidad de tener la pelota en las manos, de tirar al aro y jugar, de sentirse un héroe si emboca o ponerse la camiseta con orgullo; de entrar a la cancha y ser incluido. 

lunes, 9 de febrero de 2015

El amor

El, incansables pasos sobre el cordón, descansando. Ella, mirando a alguna parte, de pie, sobre la vereda. Treinta y siete grados dijo la radio, un horno dice la gente acá en la parada del cole. Las diecisiete horas y algo, plena tarde. Avenida Ramirez, infierno inacabable de cemento y asfalto, semáforos y señales de tránsito.

El, todo sudor, un torso pequeño al aire, el pelo largo y eléctrico sin conocer el peine. Los zapatos grandes, marrones, insinuadores de un pie que bailaba a sus anchas allí dentro. Un pantalón oscuro de botamangas cortas, una bragueta peleada con los botones abriendo paso a su abdomen, y el cinto a la cintura dominando los rebeldes pantalones gigantes. La mirada lejos, al frente, la mandíbula apretada con ayuda de pocos dientes.

Ella, con las gotas sudorosas corriéndole el rostro, bajita, pequeña, morena. La mirada no se adivinaba dónde, los ojos desorientaban, los pelos rebeldes, inquietos, algo los sujetaba en rodete a medias redondo, a medias ovalado. Un vestido simple, floreado de flores grandes y colores claros, le dejaba los hombros sueltos para cargar el sol sin descanso. Alpargatas de hace rato, de mucho tiempo.

El, en el cordón, parado, brazos en jarra, vigilaba atento su carretilla. Ella, en la vereda, bajo la sombra, con una botella de gaseosa sin gaseosa en la mano y una remera verdecita en un hombro.

Al verlos, sus posturas no parecían la de dos compañeros de viaje, pero sus rasgos los unían en cada momento. De repente, y en el silencio perpetuo que mantuvieron, comenzaron a andar a la vez, siempre a la rigurosa distancia, cordón - vereda.

Marchaban inmutables a los zumbidos de los autos que le pasaban a él a medio centímetro, a las miradas curiosas y calificativas de los transeúntes. Cruzaron la calle; él, pausado y tranquilo; ella, presurosa y nerviosa, y se impusieron a los vehículos para continuar andando, acompañándose.

Los dos parados parecían indiferentes, pero andando dejaban ver el amor; él con su esfuerzo llevando la carretilla que transportaría algo para su hogar; ella con el agua de su sed y la remera sin sudor, a su lado. El una mirada cortita, ella una leve sonrisa, los pasos de los dos rumbo adelante, juntos, acompañados.

Ahí estaba la prueba del amor, tan sencilla y tan sincera; la fórmula resultaba simple: caminar de a dos, caminar de a dos.

A todos los seres anónimos que se aman
y se aman, y se aman ...

                         ... y no se cansan de amarse.

lunes, 2 de febrero de 2015

Hacerlo

En la esquina de siempre le hice señas al colectivo. Paró, subí. Con una cartera al hombro y una carpeta en la mano me acomode en uno de los tantos asientos vacíos uno o dos asientos más atrás de la mitad del cole. En paralelo a mi asiento, una señora conversaba con su nieto, en el segundo asiento, otra mujer cargada de bolsos conversaba con alguna amiga, en el primer asiento, un joven muchacho escuchaba quien sabe qué con sendos auriculares puestos.

Unas cuadras después para el colectivo en una esquina, una viejita le pregunta algo al colectivero que, a los gritos le hace saber "que no voy para su casa". No importa, dice la anciana, y palabra va, palabra viene, nos enteramos todos que hoy es el aniversario del fallecimiento de su esposo y va al cementerio. Mientras sube trabajosamente los escalones pide disculpas al colectivero porque va a pagar con muchas monedas. "No se preocupe", le responde la voz de mando del conductor con una mano extendida hacia las monedas y la otra en el volante.

"Usted sientese nomás", le remarca el buen señor y, monedas en mano, comienza a interpelar sin éxito al joven de los auriculares, que imbuido en otro mundo mira por la ventana. "Hey, ché!!!. Hey", el colectivero se esfuerza elevando el tono y haciendo señas con la mano monedera. Nada del otro lado. Silencio de radio.

La viejita se va esforzando para llegar al segundo asiento, la mujer de los bolsos y la amiga reprueban con sus miradas y ya comienzan a criticar al muchacho con sus comentarios y la abuela codea al nieto que todavía no entiende que pasa. Con mis cosas a cuestas me levanto casi sin pensar, ayudo la anciana a sentarse, tomo las monedas y las coloco en la maquina para pagar el boleto. Me da el tiket, lo saco, me doy vuelta y le digo amablemente, pero suficientemente alto para que me escuche, que “le sobro una moneda, sirvase".

Mi impulso no termina ahí, porque sigo escuchando la reprobación de las señoras, le toco el hombro al chico, que con sorpresa y casi diría, susto, me mira. "Te estaban hablando", le digo. "Ah, no escuche", me dice, "y si", le respondo, y agrego: "ya me di cuenta".

Me vuelvo al asiento, el nene le esta preguntando a la abuela que pasó, y la doña trata de hacerle entender los sucesos subrayando el mal ejemplo. Me sigue hirviendo la sangre, porque no solo nadie actuó, sino que se esconden detrás del susurro reprobador y nadie le dice al gurí que se saque los cosos esos, que va en un colectivo, y en el colectivo vamos nosotros, otros que somos parte de su país, de su provincia, su barrio o simplemente su entorno.

Uno no se puede abstraer del mundo, pero eso es lo que fabrica el neoliberalismo, interpelando los sujetos de forma individual para que la vida nos pase por el costado sin que reaccionemos, y ahora lo quieren legalizar: "escuche con auriculares en el colectivo". Pavadas de ordenanzas para legalizar a los individuales que viven en un frasco de mayonesa.

Mas liderazgos cotidianos necesitamos, pienso. Si, mas personas que accionen en vez de mirar, que se muevan en vez de criticar, que les digan a los sonámbulos que es hora de despertar. Esa es nuestra batalla cultural diaria, nuestra militancia es modificar esas pequeñas conductas que parecen casi "normales" o de sentido común. Si somos capaces de transformar esas cotidianeidades seguramente tenemos esperanza de cambiar este país. Es absolutamente necesario, y no es una opción, es un deber de patriota, hacerlo.