Este fin de semana, en un encuentro de escuelitas de básquet
al que concurrí con mi hijo, un guiristo del equipo lloraba sin consuelo al
lado de la cancha. En el precalentamiento, una pelota en la cabeza lo intimidó
y quitó sus ganas de jugar partidos. Después de cuantiosas palabras de aliento
de la mamá, que lo sostuvo de la mano, lo llevó y trajo, el aliento de papás y
mamás, la seño y sus propios compañeritos, el jugador volvió a la cancha en el último
partido.
Que satisfacción mostraba aquella carita, que sonrisa tan
amplia. Esa alegría fue poco a poco transformándose en una actitud de pelea por
la pelota, de corrida o de lanzamiento, de festejo con su equipo. De ser parte
de un colectivo, de una comunidad que defiende una camiseta, la de su club, la
de su barrio. Que importante es ese brazo que lo abrazó, esas manos que lo
sostuvieron, esas palabras y miradas que no lo negaron, que lo alentaron y no
renunciaron a incluirlo en el equipo a pesar de su negativa y su temor.
Todas esas personas, que semanalmente llevan los gurises al
club, las que les dedican un tiempo para la enseñanza de la técnica y las
reglas deportivas, los que acomodan las pelotas, los que bajan los aros para
que ellos y ellas entrenen; todos ellos son los que posibilitan y construyen
esa oportunidad. Es una construcción colectiva, donde no se podría tener una
continuidad si la profe no viene a clases, si los padres no llevamos los chicos
y colaboramos, si la dirigencia del club no apoya concretamente, si no
existieran esos que están allí desinteresadamente todos los días aportando para
su club, para su barrio.
Ese momento de zozobra del chico y la reacción de todos
frente a esa situación me dio la pauta de lo importante que puede ser en el
futuro de esa persona volver a la cancha. Porque ese simple volver a la cancha
es demostrarse que puede vencer el miedo, que les preocupa a otros, que es tan importante
como cualquiera de sus compañeros, que se puede tener dificultades y no es el
fin. Estar en la cancha, estar adentro, es ser parte del grupo, es un abrazo
contenedor que da confianza.
No hay crecimiento individual sin crecimiento colectivo, no
hay buenos jugadores sin un buen equipo, no hay mejores valores que aprender a
compartir, a competir en la cancha y saludarse sin rencores al terminar el
partido, a ser rivales sin burlarse del que no sabe tirar al aro. Los profes
colaboraban, en cada partido, para brindar iguales oportunidades de juego y
hacer que las diferencias en el nivel de juego no se noten tanto. Para que
todos entiendan que no es importante ganar a toda costa, sino que es importante
jugar y que todos aprendan y participen, porque no se mejora el nivel de juego
si no hay oponente digno.
Al final de la jornada hubo concurso de tiro al aro, entrega
de premios, sorteos y agradecimientos. Allí, en un gran círculo que rodeaba a
los gurises que se agruparon en filas por equipos estaban los militantes de la
inclusión, los que gastan sus días y esfuerzos en prácticas de basket, en
organizar torneos y en hacer que cada gurisito tenga la posibilidad de tener la
pelota en las manos, de tirar al aro y jugar, de sentirse un héroe si emboca o
ponerse la camiseta con orgullo; de entrar a la cancha y ser incluido.