El trajín de este último año, intenso desde todos los puntos
de vista, me ha dejado un montón de notas en “borrador cabecero” que nunca
fueron escritas. Cotidianamente se vuelve cada vez más necesario empezar a “largar”
esas palabras amontonadas que se van mezclando y multiprocesando con nuevas
experiencias, algunas veces para desecharlas y otras para renovarlas. El
colectivo, me permite ese intercambio de ideas que circulan sin permiso de
nadie, como debe ser en plena democracia.
Por estos días el colectivo se está poblando con algunos
viejos usuarios que abandonaron el autito para volver al transporte público. Otros
empezaron a desempolvar la bici, o el carro por acá en mis barrios, y más de
uno empezó a gastar la zapatilla para subir la cuesta. Desde la ventanilla del
cole se puede ver además, algunos de esos comensales del basurero, que están
empezado a proliferar con no poca bronca. Lula Da Silva dice en Brasil que
nunca pensó que poner un plato de comida en la mesa de un pobre generara tanto
odio, y creo que tiene mucha razón, aunque nosotros eso ya lo vivimos en este
país.
Me duele esa imagen casi cotidiana, porque hubo una época no
muy lejana donde esa postal era casi parte del paisaje y muchos vecinos la
naturalizaron. Ese otro, el que revuelve la basura con bronca, que putea cuando
se pincha o se corta un dedo, empieza a tenerle bronca al boludo que dejó un
vidrio mezclado con el resto de comida. Ese otro, el que tuvo que despedir la
niñera y volver al colectivo, putea porque ya no puede salir de vacaciones el
finde largo, o no puede ir al cine con los gurises y el negro le toca el timbre
para pedirle comida. Probablemente muy pronto, si las cosas no cambian, nos
cruzaremos la vereda al ver a un “sospechoso” que mira con cariño nuestras
pertenencias y empecemos a pensar que ese es el enemigo. Eso ya pasó, no estoy
inventando nada.
Muchos de esos lazos de odio aún perduran, en frases
repetidas hasta el cansancio, en programas de tv que las refuerzan, en diarios
que las suscriben y subrayan, en las charlas familiares y con los compañeros de
trabajo. Podríamos hacer una lista, pero tomo una que hace mucho no escucho y
quisiera no volver a escuchar nunca más: “negro de mierda”, y cuando les decías
algo te aclaraban “no lo digo por el color de la piel, lo digo porque son
negros de alma”. Mi pregunta siempre fue cual era la diferencia entre
discriminar por el color de la piel o por la “forma de ser” de la persona,
siempre es discriminación.
He escuchado a muchos compañeros y compañeras decir que
hemos perdido la batalla cultural, y siempre replico que recién empezamos a
darla. Subrayar cotidianamente que una mujer no es “loca” por reclamar algo, que
un niño o niña no es “usurpador” por jugar en las hamacas de una plaza –aunque no
sea de tu barrio-, que una artista callejero no es un “delincuente” por
compartir su arte, que no se es “ñoqui” por trabajar en el Estado, ni se es “grasa”
por ser militante; es la tarea.
Esa batalla cotidiana por dar un significado a las palabras
no es un tema menor, “sino miren lo que significaba decir secuestro en vez de
detención, o decir desaparecido en vez de no decir nada”, recuerdo que nos dijo
un profe en la universidad. Fue en ese momento cuanto tomé nota de que se podían
hacer cosas con palabras, que no daba lo mismo decir que callar, porque
llamarse a silencio muchas veces es complicidad. El colectivo va dando la
vuelta a la esquina y retomo los “cambios” cotidianos que me van dando señales
de la nueva realidad, la que votamos los argentinos. Y me pregunto si será posible
cambiar a los que creyeron en el cambio, porque el peor saldo que nos pueden
dejar estas medidas antipopulares que se están llevando adelante es que el
significado de la palabra cambio se vincule al vuelto que no nos van a dar en
el almacén de la esquina porque ya no nos alcanza para lo que fuimos a comprar.