lunes, 11 de julio de 2016

La devaluación de las palabras

Hoy el colectivo se está llenando cada vez más y las voces se van multiplicando y sectorizando. Ya nadie usa la careta, ni se mide en las palabras, que circulan libremente sin ataduras. Traición, volver, globoludo, herencia, tarifazo, burro, puto, chorro, y la lista sigue sin distinguir géneros mientras la violencia va creciendo. La revolución de la alegría parece no hacer mella en el estado de ánimo de las personas, solo la ironía nos salva cada tanto del rosario de tristes reclamos. Sí, tristes reclamos, porque no son quejas, son palabras entristecidas de resignación, porque no llegó el cambio de la forma que lo esperaban.

Parece ser que en algún lugar se perdieron las promesas, no se sabe si en el camino de la candidatura a la presidencia o entre lo dicho y lo hecho. Lo real es que estábamos acostumbrados a creer en la palabra, a creer que una vez que las cosas se decían se hacían, o si no se hacían, había lugares, medios, conversaciones para reclamarlas. Aquellos que hablaban de diktadura, los que no se bancaban a la gritona, yegua, loca, y otros calificativos que no voy a repetir aquí; hicieron uso y abuso de esa libertad de expresarse por todos los medios que quisieron. Hoy algunos y algunas repiten la misma receta para con el Presidente actual, sin darse cuenta muchas a veces que esas descalificaciones solo son justificativos para invalidar, anular al otro.

Los que creemos que “la Patria es el otro”, sabemos que el otro es diverso, distinto, a veces incomprensible, y que volverse uno con el otro requiere de escuchar, conversar, pararse del lado de la calle en el que no caminás habitualmente, salir de tu zona de comodidad. Empezar a descalificar es solo el principio para justificar que no es necesario conversar, porque el otro no tiene nada para decir, porque lo que diga no tendrá valor. Entonces, lo que se devalúa es la palabra, esa fuerza estremecedora y milenaria que nos hace seres humanos y que es la herramienta política por excelencia.

Creo por eso, que la estrategia del enemigo es provocarnos y darnos menos posibilidades de argumentar, debatir, discutir, intercambiar. Y te quitan las voces que te representaban, te sacan los micrófonos, te vallan las plazas, te van encerrando en tu casa con el miedo, ese miedo al otro, al que te roba, al que te agrede, al que te mira feo. Entonces, las palabras se te revuelven en el estómago y se entreveran con la bronca mal masticada, y si no las digerís, si no las transformás en acciones positivas, salen arrojadas en un vómito putrefacto de odio.

Hoy, estudiar, conversar con el otro, mirarlo a los ojos, abrazarse, darse la mano, poner el hombro si hace falta, dar una palabra de aliento, o sacar afuera de la cancha al que se sale de las casillas, son actos de amor y resistencia. Solo las palabras podrán unirnos, y solo las palabas podrán hacernos caer en la “grieta”. Esa importancia tienen, porque nos permiten liberarnos, ser eternos o silenciarnos al olvido. Gigantes palabras serán nuestra guía en este mar de confusiones, porque una palabra será una bandera que flameará sobre los cartelitos individuales, una bandera es eso, una palabra que nos une en pos de un objetivo.


En estos tiempos de devaluación de la palabra, estamos engendrando una nueva forma de comunicarnos, un nuevo lenguaje para un nuevo tiempo, que recoge la herencia milenaria y la sabiduría de la historia y nos reformula frente a un futuro que nos interpela. Sí, nos interpela a nosotros, no a los otros, porque hemos demostrado ser capaces de pesar en todo y todas, de ver a cada uno en su individualidad pero en el conjunto, de soñar una Patria Grande y transitarla con hechos concretos. Nosotros, compañeros y compañeras, a los que no nos irrita el progreso del vecino porque entendemos que se le otorga un derecho y no un beneficio, esos y esas, tenemos el deber de ser protagonistas, profetas, militantes de la palabra.