Hoy el colectivo se está llenando cada vez más y las voces
se van multiplicando y sectorizando. Ya nadie usa la careta, ni se mide en las
palabras, que circulan libremente sin ataduras. Traición, volver, globoludo,
herencia, tarifazo, burro, puto, chorro, y la lista sigue sin distinguir
géneros mientras la violencia va creciendo. La revolución de la alegría parece
no hacer mella en el estado de ánimo de las personas, solo la ironía nos salva
cada tanto del rosario de tristes reclamos. Sí, tristes reclamos, porque no son
quejas, son palabras entristecidas de resignación, porque no llegó el cambio de
la forma que lo esperaban.
Parece ser que en algún lugar se perdieron las promesas, no
se sabe si en el camino de la candidatura a la presidencia o entre lo dicho y
lo hecho. Lo real es que estábamos acostumbrados a creer en la palabra, a creer
que una vez que las cosas se decían se hacían, o si no se hacían, había lugares,
medios, conversaciones para reclamarlas. Aquellos que hablaban de diktadura,
los que no se bancaban a la gritona, yegua, loca, y otros calificativos que no
voy a repetir aquí; hicieron uso y abuso de esa libertad de expresarse por
todos los medios que quisieron. Hoy algunos y algunas repiten la misma receta
para con el Presidente actual, sin darse cuenta muchas a veces que esas descalificaciones
solo son justificativos para invalidar, anular al otro.
Los que creemos que “la Patria es el otro”, sabemos que el
otro es diverso, distinto, a veces incomprensible, y que volverse uno con el
otro requiere de escuchar, conversar, pararse del lado de la calle en el que no
caminás habitualmente, salir de tu zona de comodidad. Empezar a descalificar es
solo el principio para justificar que no es necesario conversar, porque el otro
no tiene nada para decir, porque lo que diga no tendrá valor. Entonces, lo que
se devalúa es la palabra, esa fuerza estremecedora y milenaria que nos hace
seres humanos y que es la herramienta política por excelencia.
Creo por eso, que la estrategia del enemigo es provocarnos y
darnos menos posibilidades de argumentar, debatir, discutir, intercambiar. Y te
quitan las voces que te representaban, te sacan los micrófonos, te vallan las
plazas, te van encerrando en tu casa con el miedo, ese miedo al otro, al que te
roba, al que te agrede, al que te mira feo. Entonces, las palabras se te revuelven
en el estómago y se entreveran con la bronca mal masticada, y si no las
digerís, si no las transformás en acciones positivas, salen arrojadas en un
vómito putrefacto de odio.
Hoy, estudiar, conversar con el otro, mirarlo a los ojos,
abrazarse, darse la mano, poner el hombro si hace falta, dar una palabra de
aliento, o sacar afuera de la cancha al que se sale de las casillas, son actos
de amor y resistencia. Solo las palabras podrán unirnos, y solo las palabas
podrán hacernos caer en la “grieta”. Esa importancia tienen, porque nos
permiten liberarnos, ser eternos o silenciarnos al olvido. Gigantes palabras
serán nuestra guía en este mar de confusiones, porque una palabra será una
bandera que flameará sobre los cartelitos individuales, una bandera es eso, una
palabra que nos une en pos de un objetivo.
En estos tiempos de devaluación de la palabra, estamos
engendrando una nueva forma de comunicarnos, un nuevo lenguaje para un nuevo
tiempo, que recoge la herencia milenaria y la sabiduría de la historia y nos
reformula frente a un futuro que nos interpela. Sí, nos interpela a nosotros,
no a los otros, porque hemos demostrado ser capaces de pesar en todo y todas,
de ver a cada uno en su individualidad pero en el conjunto, de soñar una Patria
Grande y transitarla con hechos concretos. Nosotros, compañeros y compañeras, a
los que no nos irrita el progreso del vecino porque entendemos que se le otorga
un derecho y no un beneficio, esos y esas, tenemos el deber de ser
protagonistas, profetas, militantes de la palabra.
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