lunes, 9 de febrero de 2015

El amor

El, incansables pasos sobre el cordón, descansando. Ella, mirando a alguna parte, de pie, sobre la vereda. Treinta y siete grados dijo la radio, un horno dice la gente acá en la parada del cole. Las diecisiete horas y algo, plena tarde. Avenida Ramirez, infierno inacabable de cemento y asfalto, semáforos y señales de tránsito.

El, todo sudor, un torso pequeño al aire, el pelo largo y eléctrico sin conocer el peine. Los zapatos grandes, marrones, insinuadores de un pie que bailaba a sus anchas allí dentro. Un pantalón oscuro de botamangas cortas, una bragueta peleada con los botones abriendo paso a su abdomen, y el cinto a la cintura dominando los rebeldes pantalones gigantes. La mirada lejos, al frente, la mandíbula apretada con ayuda de pocos dientes.

Ella, con las gotas sudorosas corriéndole el rostro, bajita, pequeña, morena. La mirada no se adivinaba dónde, los ojos desorientaban, los pelos rebeldes, inquietos, algo los sujetaba en rodete a medias redondo, a medias ovalado. Un vestido simple, floreado de flores grandes y colores claros, le dejaba los hombros sueltos para cargar el sol sin descanso. Alpargatas de hace rato, de mucho tiempo.

El, en el cordón, parado, brazos en jarra, vigilaba atento su carretilla. Ella, en la vereda, bajo la sombra, con una botella de gaseosa sin gaseosa en la mano y una remera verdecita en un hombro.

Al verlos, sus posturas no parecían la de dos compañeros de viaje, pero sus rasgos los unían en cada momento. De repente, y en el silencio perpetuo que mantuvieron, comenzaron a andar a la vez, siempre a la rigurosa distancia, cordón - vereda.

Marchaban inmutables a los zumbidos de los autos que le pasaban a él a medio centímetro, a las miradas curiosas y calificativas de los transeúntes. Cruzaron la calle; él, pausado y tranquilo; ella, presurosa y nerviosa, y se impusieron a los vehículos para continuar andando, acompañándose.

Los dos parados parecían indiferentes, pero andando dejaban ver el amor; él con su esfuerzo llevando la carretilla que transportaría algo para su hogar; ella con el agua de su sed y la remera sin sudor, a su lado. El una mirada cortita, ella una leve sonrisa, los pasos de los dos rumbo adelante, juntos, acompañados.

Ahí estaba la prueba del amor, tan sencilla y tan sincera; la fórmula resultaba simple: caminar de a dos, caminar de a dos.

A todos los seres anónimos que se aman
y se aman, y se aman ...

                         ... y no se cansan de amarse.

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